Adarve..., n.º 1 (2006)                                                                                                                              Pág. 58

Eugenio MAQUEDA CUENCA

 

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no es nuestra, pues está determinada culturalmente; de que el lenguaje no nos acerca a la realidad, sino a algo que pueda parecérsele, están presentes y caracterizan la voz poemática postmoderna. La falta de referentes vitales se manifiesta claramente cuando dice: “Y el cielo tampoco conoce”, de allí no viene ninguna respuesta. En él sólo se suceden los días y las noches. No hay nada trascendente que nos ayude a comprender mejor qué somos y qué hacemos en el mundo. En este sentido, la obra literaria se convierte en el intento de reconstruir la propia personalidad, de comprensión de la vida, como diría Auden, comprensión de lo general desde lo particular. A pesar de la falta de estos referentes nos encontramos con la afirmación: “Sin embargo, ya lo he dicho, lentamente camino”. El no saber hacia dónde, la fragilidad del suelo no le detienen, incluso aunque el avance no sea tal, o sea hacia la nada. Ese pasado que determina el futuro y la personalidad, el intentar ser, cuando sólo se nos deja estar, quedan recogidos en la interrogación siguiente, “¿he de explicar con qué peso?”; interrogación que supone a nuestro parecer el punto de mayor intensidad del poema. Ese peso es la conciencia histórica. El pasado es la tradición, mientras que el futuro es el horizonte de la espera en sentido kantiano. El poema se convierte en exploración ontológica, pues no hay forma más adecuada de acercarse y explicar los problemas del ser, de la existencia, que la poética.

      Sin embargo, “el presente también es silencioso”. Si el presente guarda silencio, es porque no llegan las voces del pasado. La voz poemática nos indica con lucidez que esa tradición, esas palabras prestadas no sirven, pero no hay una sustitución en el presente, de ahí que diga: “Un pasado, que ni siquiera viví, me conduce”. Es consciente de que es arrastrado contra su voluntad, pero no se opone. Y esto es lo que se reconoce en el poema de principio (en el título) a fin: no es valeroso. Y no lo es porque, una vez que se ha descubierto todo lo que hemos comentado con anterioridad, la falta de referentes originales, es necesario crear otros, inventar el mundo y dejar de describirlo o, por decirlo en términos más a la moda, hay que reescribir la historia, crear un nuevo lenguaje y, por lo tanto, una nueva persona. La falta de valor implica que no se está dispuesto a dar ese salto, aunque no sabemos los motivos: falta de fuerzas, pereza, o simplemente no creer que esto sea posible o que realmente sirva de algo. Por lo tanto, el utilizar la prosa es la única rebeldía que se permite.

 

(Continúa en la página 59)