Adarve..., n.º 1 (2006)                                                                                                                              Pág. 96

Carmen CONTI JIMÉNEZ

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Comenzaba, por ejemplo, trazando una línea hasta que ésta llegaba a un punto en el que dejaba de tener sentido estético. Ahí paraba la mano. La siguiente línea había de partir teniendo en cuenta el trazo anterior y el espacio restante, aunque este último debía estar tan sólo intuido y no condicionar el trayecto de la línea. Importaba más el destino de la línea, el presente, que el espacio que podía llegar a abarcar. El conjunto de la decoración había surgido como construcción en la que las partes habían determinado el conjunto.

      Esta forma de actuar, la post-reflexiva, no siempre me ha dado buenos resultados. De un conjunto amplio de dibujos y decoraciones cerámicas realizadas a lo largo de años, tan sólo salvaría unos cuantos. En la pintura, este modo de crear constituye, en mi opinión, la forma más veraz de expresión, pues no es mi mente la que concibe previamente, ni tampoco la realidad la que condiciona el cuadro, sino que son la morfología del cuadro y sus reglas las que crean la sintaxis.

      Así las cosas, sería ingenuo pensar que en este proceso mi mano y mi cerebro actúan libremente. No es esa la idea, ni tampoco es cierto que el cuadro se convierta en una criatura independiente incluso del propio creador. Opino, sin embargo, que esta forma de crear me permite mejor que otras que la obra se erija como personaje lo más liberado del mundo real y de mi propio imaginario.

      Estos son los orígenes del cuadro; un deseo explícito y nada casual de que la reflexión esté controlada por la morfología del cuadro y su sintaxis. Los pasos siguientes, el desarrollo del cuadro, son los más peligrosos. Mi cerebro, muy díscolo, tiende a hacer suya la sintaxis del cuadro y, rápidamente, encuentra en su imaginario la conexión de la obra con el mundo real y el imaginado. A partir de este momento, el cuadro puede avanzar hacia lo que mi ojo y mi cerebro piensan que debería ser. Es en ese momento, en el que veo claro el destino de la obra, cuando me siento autora y la libertad del cuadro se siente amenazada. Es entonces cuando debo parar la mano y dejar el cuadro.

      El lenguaje final es, pues, resultado de la lucha interna entre lo que el cuadro desea ser y lo que yo desearía que fuera, quedando así la obra voluntariamente inacabada.

(Continúa en la página 97)