Adarve..., n.º 1 (2006)                                                                                                                              Pág. 78

Gracia MORALES ORTIZ

 

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imposible o, como se nos dice en “Una habitación propia”, en simple “costumbre”, en el inalcanzable deseo de mudarse a un espacio “donde se sirvan, frescos, los milagros” y de que “la vida suene como un tango” (recordemos que también los tangos y los boleros proponen una mitificación del amor y su poderoso alter-ego, el desamor-olvido).

      Las esperanzas se transforman en frustración cuando la niña llega a ser adulta y vive su propia realidad amorosa. Y aquí es cuando conviene destacar una característica ya mencionada de la poesía de Milena Rodríguez: su visión desde la vivencia femenina. Esas ilusiones de la infancia, esos “cuentos” maravillosos con los que se nos ha convencido de la omnipotencia del amor –y estos cuentos, no lo olvidemos, son, sobre todo, para ser narrados a las niñas–, terminan condenando a las mujeres a aguardar infructuosamente la llegada de su príncipe salvador.

      En el magnífico poema “El pan nuestro de cada día” se nos ofrece un retrato en tercera persona de mujeres que mezclan los gestos cotidianos de la preparación paciente de la comida con la espera, también paciente y resignada, del hombre que no viene. En este texto, Milena Rodríguez llega a solapar esas dos imágenes (la de la mujer-cocinera y la de la mujer-acostumbrada a esperar), hasta que las dos se vuelven una y asistimos a cómo ellas cocinan, cuidadosamente, sus propios sueños de amor y terminan comiéndoselos, solas, en el patio. Esta lenta espera es “El pan nuestro de cada día”, el mismo pan que las mujeres se encargan de amasar, meter en el horno y sacar antes de que se queme.

      En “Cumpleaños feliz” es, en cambio, la figura de la sirena la que se nos presenta; tras terminar el baño, la toalla hace que se caigan las aletas y la cola; es decir, desaparece de nuevo el milagro, que no consiguió atraer a “un Ulises que no escucha”, pero persisten los años y la soledad, como un equipaje del que no es fácil deshacerse.

      En “El príncipe”, por su parte, se vuelve a abordar el revés del amor, pero desde otro recurso: la voz poética da instrucciones al amante de cómo tiene que des-amarla. La estructura del texto se basa en la repetición anafórica de ese imperativo (“desama” / “desámame”), negando, de este modo, paulatinamente, la petición que resulta más recurrente en el discurso sentimental (“ama” / “ámame”). Pero además, esa manera sosegada de solicitar el des-amor, quiebra otra de las grandes mitologías de esta ancha

(Continúa en la página 79)