Adarve..., n.º 1 (2006)                                                                                                                              Pág. 87

Manuel FUENTES VÁZQUEZ

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mujer abraza a un hombre […] Y es que ninguno de los dos sabe muy bien /qué cosas dice, cuando dice / el hombre a la mujer o la mujer al hombre, […] Intensificada la impronta romántica que recorría varias de las composiciones de La lluvia en los relojes, estos tres textos inéditos, piezas en el engranaje de un futuro libro –al parecer ya terminado–, anticipan la ausencia, sin embargo, de un motivo que era fundamental en La lluvia en los relojes y que asomaba permanentemente entre los textos: la desconfianza en el signo y la reflexión sobre la ausencia que éste oculta: tras los nombres no quedaban las cosas, sino la perplejidad del vacío y la desconfianza ante la palabra imprecisa, inexacta.       Uno de los versos más bellos y estúpidos de la historia de la poesía española contemporánea establece que para saber de amor, para aprenderle […] es necesario en cuatrocientas noches / con cuatrocientos cuerpos diferentes /haber hecho el amor. Claro está que las líneas de marras anteriores hay que leerlas a la luz de la cita de Catulo que encabeza el poema: quam magnus numerus Libyssae arenae, y a la sombra de la alusión intratextual no explícita al más famoso poema de J. Donne, que cualquier lector competente reconoce. Para saber de amor, para aprenderle, no hace falta un cuerpo, y mucho menos cuatrocientos –es un exceso–, sino sólo escribirlo, dado que el amor no existe. Escribir el amor es la única forma de poseerlo, imaginarlo, restituirlo, sacrificarlo, desearlo, negarlo, conquistarlo, perderlo, nacerlo, olvidarlo, que todos los infinitivos anteriores se encuentran en los textos de Ramón Sanz y en la tradición. ¿Acaso esos versos Él tiende por el cielo su nombre como un arco / de pájaros errantes en un vuelo sin término / esperando que ella dispare, hacia el olvido, / su costumbre / de mirar a otro lado cuando caen los pájaros // [Sin título] –dejando a un lado el perfecto desarrollo alegórico de la imagen– no envían al pájaro asesinado, de Cernuda (“El caso del pájaro asesinado”)? ¿Acaso la imagen del arco no es variación por inversión del motivo clásico del arco de los leales amadores?

      […] sin entender del todo cómo es que pasa el tiempo, / que todo se termina, pero nada sucede [Sin título] ¿Acaso los versos anteriores no ponen en tensión exacta lo que otro escritor, nuevamente bien amado, escribió: Nadie lo sabe, los hechos acontecen / las interpretaciones no son los hechos? Que pasa el tiempo, que todo se termina son hechos que acontecen, que nada sucede es la interpretación, no el hecho: el texto es el único intérprete de la vida, fuera de él nada sucede, porque fuera de él de verdad son nadie, nada

(Continúa en la página 88)