Adarve..., n.º 1 (2006) Pág. 83
Ramón SANZ
Nadie, nada
Un hombre abraza a una mujer
y ve frente a sus ojos sus ojos y los números
dormidos de teléfono sin nadie al otro lado,
y los días de lluvia sin antes ni después: sólo el inmóvil
cielo gris duradero, único y uniforme,
como es indivisible la tristeza.
Una mujer abraza a un hombre, y en su pecho
siente su pulso fuerte y triste,
y los pasos perdidos
en noches sin salida y por calles sin término,
buscando una cabina donde suena un teléfono
que, al descolgar, nunca responde nadie.
Tal vez sea porque cualquier encuentro,
todo gesto, cada acontecimiento
está siempre al principio o al final
del tiempo, de la vida, de las vidas, de todo,
pero que nada significa nada,
que el tiempo nunca pasa, sólo pasan los cuerpos,
y que el amor tampoco existe
(que todo amor alguna vez es el destino
pero nunca el destino es el amor):
sólo el amor de un hombre y el amor de una mujer,
que es siempre posible abrazar, tocar un cuerpo
y dormirse a su lado
como la presa bajo el zarpazo del tigre.
Y es que ninguno de los dos sabe muy bien
qué cosas dice, cuando dice,
el hombre a la mujer o la mujer al hombre,
que nunca amaron tanto, que antes no fueron nadie, nada,
y en la ternura de mirarse, en la simple ternura
de acercarse y tocarse y confundir el cielo con sus cuerpos,
se les quedan los ojos, las manos sin memoria,
y de verdad son nadie, nada.