Adarve..., n.º 1 (2006)                                                                                                                               Pág. 19

Rafael ALARCÓN SIERRA

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      Espero no ponerme muy pedante si recuerdo que fue Baudelaire quien fijó el molde poético para expresar las sensaciones originadas por este “monstre délicat” que es la ciudad, de la que entresaca el poeta la tensión estética para sus mejores composiciones. Este tipo de poema, su mezcla de soledad, descripción urbana e íntima reflexión, iba a tener tal predicamento que llegaría a constituirse en un topos perfectamente codificado. La ciudad, dominio que traspasará toda la poesía del siglo XX, será no sólo el contexto, el tema o el punto de partida para el poema, sino el mismo campo de significación; una tentativa de objeto trascendental que, paradójicamente, funciona antitrascendentalmente en su relación con el poeta (bastará recordar “La pérdida de aureola” de Baudelaire o el ensayo de Simmel sobre “Las grandes urbes y la vida del espíritu”), lo que desarrollará su psicología aislada y dividida, su intelectualismo defensivo e introspectivo, aislado e indolente, su racionalidad como defensa frente al solitario desarraigo urbano, o el ritmo de su conciencia interior frente a los ritmos de la multitud.

      A su vez, en su contacto diario con lo cotidiano, el poema supone la recreación verbal de la experiencia urbana; será un nuevo espacio de representación de la ciudad, a la cual dota de sentido al recomponerla y contarla (de muchas maneras: la más sencilla, mediante la retórica del paseo, que también encontramos en varios poemas de Elena Felíu). Ciudad y poema crecen a la vez, y ambos representan la fragmentación del sentido, de los sistemas, discursos y códigos distintiva de la modernidad.

      Simplificando mucho, en la lírica española contemporánea, con el precedente de Manuel Machado y la poesía de los años veinte y treinta, el tema urbano hará fortuna en Jaime Gil de Biedma y tantos poetas de los setenta y los ochenta (quiero citar ahora a Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Javier Salvago, Felipe Benítez Reyes o Carlos Marzal) con una especial contextura poemática, que parte de una anécdota o acontecimiento narrativo –donde hay una supuesta experiencia vital– de la cual se extrae una verdad irrefutable. Elena Felíu se distancia de este tipo de poema, que dio buenos resultados pero de cuyo modelo ya se ha abusado mucho, y, fuera de toda teatralidad, en composiciones que esencializan la vivencia y su reflexión, hace de la ciudad el espacio íntimo normalizado que todo urbanita (es decir, –casi– todo el mundo) lleva dentro de sí y con el que construye su vida y su memoria.

 

(Continúa en la página 20)